El cielo de Australia es el mismo que el de Canadá desdibujando las líneas geográficas que dividen nuestras vidas. La luna de las estepas y la de las montañas es la misma, sin disputas ni fronteras. El viento, ese susurro inconstante que acaricia la hierba, no distingue entre una nación u otra; su esencia se mantiene inmutable.

No existen amores japoneses y amores coreanos, ni ansiedades alemanas que difieran de las croatas. No hay emociones americanas aisladas de las europeas, ni muertes asiáticas que se distingan de las africanas. En la naturaleza, no hay lugar para las patrias ni los nacionalismos, y el lobo, con su sabiduría ancestral, no se deja influenciar por aullidos ideológicos de ninguna índole. Es cierto que la estupidez no conoce fronteras, pero es igualmente cierto que el sol no elige caprichosamente dónde derramar su luz, y las estrellas, esplendorosas en su indiferencia, poco se preocupan por tu identidad terrenal.

El águila surca los cielos sin queja alguna ante el viento, mientras el delfín navega los mares, aceptando las mareas con serenidad. El ser humano, como homínido que es, tiende a imitar y dejarse guiar, pero debería indagar si en algún rincón de su ser pudiera florecer un espíritu crítico que no se subordine a directrices alienantes ni se limite a meras identidades preestablecidas.

La humanidad podría encontrar la paz en la celebración de sus diferencias, reconociendo lo que verdaderamente importa en este viaje efímero por la existencia. En un mundo donde el universo se muestra indiferente a nuestras divisiones, quizás sea el momento de elevar la mirada y comprender que somos parte de una vasta sinfonía, donde cada nota, cada ser, aporta su tono único a la composición universal.