Cuanto más intentaba controlar la situación, más se enredaba en las cuerdas del destino. Parecía atrapado en una telenovela absurda, donde él mismo era el showman principal, el director y la acción desenfrenada, todo a la vez. La vida parecía una obra de teatro, pero insistía en ser las luces brillantes también.
Cuanto más atado se sentía, más buscaba la felicidad. Cuanto más buscaba la felicidad, más se decepcionaba. Cuanto más se decepcionaba, más intentaba controlar y el controlado por el control era él. La paradoja era que, mientras trataba de dirigir su vida, era él quien estaba siendo dirigido por esta obsesión por el control.
Hasta que un día se dio cuenta de una verdad incómoda: tenía miedo de enfrentarse a la realidad tal como era. Le daba pavor el hecho de que la vida no bailara al son que él marcaba ¿Controlar el universo? Ni de broma. No lo podía controlar ni podía pretender que todo saliera como él quisiera.
Comprendió que había que aceptar la incertidumbre y fluir, como un gato que persigue un ratón que no se deprime ni se cree el peor gato del mundo si no lo atrapa; va a por otro.
Así pues, decidió soltar las cadenas del control, abrazar los desafíos y celebrar cada logro, por muy pequeño e inesperado que fuera. Entendió que no hay botón de pausa para la vida, pero no por ello se iba a quedar sentado viendo pasar los capítulos de su existencia.
No podía controlarlo todo, pero sí podía vivir auténticamente, sin perseguir el fantasma de la felicidad impuesta y utópica.
No podemos controlar el río, pero podemos aprender a nadar en él.