Para empezar, hablemos de la hipocresía más común: no creerse hipócrita. Es como si la sociedad se hubiera convencido de que es la única excepción a la regla. La hipocresía afecta a los demás, uno mismo es inmune por defecto.

Pasemos a las comidas de empresa y celebraciones varias, esos eventos donde las formas son más importantes que la relación real. Todos sonríen, pero en realidad están pensando: «¿Cuánto tiempo debo disimular antes de poder irme?» ¡Y no olvidemos los funerales! Incluso si no tienes ni idea de quién está en el ataúd, debes parecer afligido o serás etiquetado como insensible.

Hablemos de capitalismo y globalización. Al igual que este que escribe, ¿Ves ese teléfono móvil en tu mano? ¿Esa ventana portátil? Ambos son símbolos del capitalismo y la globalización que tanto criticamos. ¿No sería mejor callar mientras le damos buen uso?

También tenemos la libertad de expresión, ese concepto tan fantástico… ¡siempre y cuando estés de acuerdo con lo que se está opinando! ¿Disientes? ¡Prepárate para ser censurado por las mismas personas que difunden la libertad de expresión!

Sigamos con la obligación de manifestar con cara de bobos lo guapos que están esos renacuajos de unos meses susurrándoles tonterías incomprensibles.

Y qué decir de la educación en la competitividad. Ese teatro donde todos somos iguales, pero algunos más iguales que otros. Rivalidad encubierta. Fomentamos espíritu de equipo mientras recompensamos a los que se ajustan al molde.

La hipocresía está en todas partes. Es como el oxígeno, invisible pero omnipresente. Así que, la próxima vez que señales con un dedo, asegúrate de que no hay tres apuntándote de vuelta.