Quizá sea porque nunca me gustaron las multitudes o porque me gusta una buena conversación (sin prisa) sobre el producto que consumo sin que el producto me consuma a mí con apabullante publicidad. No sé, o quizá por el valor que hay que echar en estos tiempos al abrir un pequeño (grande por dentro) comercio que lo equiparo a David sobre Goliath, la verdad de Clark Kent sobre la mentira de Superman o los enanitos currelas más allá de Blanca Nieves, que mantienen el bosque por trabajar. Quizá sea porque la calle invita a pasear, pero me gusta más el comercio callejero que el gran centro comercial. El kiosko donde caen copos de nieve mientras manos vestidas con guantes de invierno te entregan la prensa, alimentación con información de por medio y conversación de la procedencia de las verduras, zapaterías donde dar un paseo con tus zapatos por jubilar, todo lento, agradable, callejero… Ya ni en época de elecciones se defiende el pequeño comercio, símbolo de clases medias que se extinguen ante el pasotismo del ciudadano que tiene prisa, mucha prisa. Prisa por comprar, por disfrutar ya, porque mis niños disfruten mucho en el centro comercial, tanto que no crezcan jamás, prisas por comer rápidamente mientras los enanitos de la familia son abducidos por las pantallas; prisa por ser felices, tanta prisa que la felicidad se queda detrás y llegamos a casa con bolsas y bolsas cargadas de ansiedad porque llegamos tarde y con prisas, más prisas sin saber donde llegar.