En el vaivén de la vida, no caía en la cuenta de que tanto esfuerzo por alcanzar la felicidad lo alejaba de las danzas tristes, aquellas que esconden en su melancolía la verdadera esencia. Se aferraba con fuerza a todo aquello que le daba status, identidad, sin percatarse de que esa dependencia solo lo convertía en un adicto al tener, dejándolo ciego ante las hermosas sombras que proyectaba la noche.

Evitaba explorar la vida en su totalidad, sumergiéndose en un mundo de comodidades y que lo convertían en un ser huidizo, incapaz de experimentar la dulce angustia que nace de las relaciones humanas. Tanto conservar sus ideas, caducaba su creatividad. Persiguiendo un control absorbente, no encontraba espacio para el caos, aquel caos que es tan necesario para evolucionar. En su afán por atrapar la palabra «feliz», terminó tropezando y cayendo al vacío de su propia rigidez.

Fue entonces, cuando alzó la vista y observó la escena de un viejo gorrión con la pata coja. A pesar de su limitación, el pequeño pájaro buscaba con empeño una miga de pan entre las rendijas del suelo, transmitiendo una inexplicable alegría. En ese instante, se dio cuenta: la vida no se controla, se vive en la entrega al presente, abrazando cada percance y fragilidad.

Descubrió que soltar las cargas innecesarias le permitía volar ligero, en paz consigo mismo. Hoy, abraza el caos y acepta sus contradicciones permitiéndose cambiar. Porque, al fin y al cabo, lo que es, es lo que es, y qué bien se está fluyendo, sin resistencias, en paz.