En ocasiones, nos encontramos frente a espejos que proyectan en los demás el mundo según nuestros propios ojos, no tal y como es en su cruda realidad. Si observamos a través de un filtro distorsionado, perpetuamos ese mismo filtro en nuestra visión.
En otros momentos, nuestras miradas se posan en los deseos y ambiciones que albergamos. Estas son miradas condicionales, teñidas por un «me gustaría ver…» que puede llegar a ser tan exagerado que puede hacer que hasta una cebra parezca un unicornio.
Luego están las miradas genuinas y transparentes, que brotan de un corazón que no necesita gafas de colores. Estas son las miradas que llevan consigo autenticidad y comprensión sin querer nada a cambio, algo así como encontrar un billete de 100 en la calle sin una billetera que lo reclame.
Claro, como olvidar las miradas juzgadoras, esas que vienen con opiniones y prejuicios incorporados, listas para robar la esencia auténtica de lo que están examinando. Deben pensar que son Sherlock Holmes con gafas de sol, siempre en busca de pruebas para confirmar sus teorías descabelladas.
Y no podía faltar la diversión, las miradas curiosas que juegan al escondite con la monotonía. Son las miradas que despiertan la chispa de la creatividad, desafiando el aburrimiento y nos invitan a cuestionar lo establecido.
Pero, aquí viene el giro: en contadas ocasiones nos animamos a dirigir nuestros ojos hacia el interior, a ese abismo misterioso detrás de las puertas cerradas del ego. Desde las profundidades de esa introspección, podemos contemplar el espectáculo en el que actuamos como malabaristas de la vida, y quién sabe, incluso convertirnos en los directores de esta locura. En ese espacio de autoconocimiento, encontramos el arte de disfrutar la función de la vida con la serenidad de un gato durmiendo la siesta en un sofá acolchonado.