Un grupo de notas se amotina en la sinfonía del director. Son las más humildes, las que siempre se mantienen en las sombras. Ese sí bemol, siempre tan melancólico, pero echándole bemoles, decide dar la nota y dejar estupefacto al do mayor, tan protagonista él, dando el do de pecho, tan arrogante. Una horda de semicorcheas estresadas, avanzan al galope hartas del sol sostenido, en busca de algo así como una estación lluviosa de Vivaldi.

Las notas más graves van in crescendo como una sinfonía de Tchaikovski reclamando armonía para todos. Pero todas, absolutamente todas… temen el símbolo de silencio en la partitura. Hasta que por fin se dan cuenta que, en la vida, todo ocurre entre dos notas, entre dos pensamientos, entre inspirar y espirar, entre mucho y poco y entre la vida y la muerte. Solo existe el momento si no se piensa. En cuanto lo piensas ya es pasado. Y es en ese espacio, en ese silencio, donde reside la verdadera música de la existencia.